Ese intermedio llamado ‘aeropuerto'. O de cómo pensar el aeopuerto más allá de su función práctica

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Eugenia Arria

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            El aeropuerto es ese umbral entre lugares que a ningún viajero le gusta, pero por el que todos pasan. El aeropuerto, ese lugar no-lugar que comunica lo otro con la casa y lo hace parecer etéreo. Una de las transiciones burocráticas por las que tenemos que pasar si queremos pisar tierras otras. Es el estar preparados para las esperas y posibles retrasos, para los controles, registros y abrir nuestro equipaje, lo único propio que llevamos con nosotros, al menos un par de veces. Es reconocerse como ajeno en tránsito. Es estar y no estar, al mismo tiempo. Los aeropuertos pueden generar ansiedad, esa misma que daría pisar un suelo sin suelo, es un ir hacia constante. Pero el destino, la tierra que viene después, es la recompensa.

 

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            Por alguna razón, sin embargo, cada vez que atravieso este umbral que pertenece pero no pertenece a un país (sí, estar en el aeropuerto de Copenhague no te hace estar en Copenhague), me acuerdo de la canción de Charly García que dice: “un amor real es como vivir en aeropuertos” y le doy la razón a la letra. Pero inmediatamente después me quedo pensando, ¿qué habrá querido decir con esa afirmación? En cierta medida, elaboro, este sitio nos coloca en un espacio de incertidumbre que no sabemos cómo va a acabar, pero es, en general, emocionante por lo que en éste se transforma, por lo que viene. Un amor real, por tanto, ha de ser aquél que te permite ver de un lado y otro, sin pertenecer de facto a ninguno de ellos. Es un lugar intermedio que te ubica entre lo que es y lo que no es. Digamos, te avista el acá y el allá mientras vas en movimiento. Te deja a flote, mas siempre con la posibilidad de ir o volver. No tenemos garantías de nada y, por eso, debemos apropiarnos de él por muy distante que nos parezca. En el aeropuerto, sí, tenemos la oportunidad de construir una micro-esfera que nos de bienestar mientras esperamos y avanzamos.

 

            El aeropuerto es la antesala de la posibilidad de habitar pero que, uno, para aferrarse al vivir, convierte en hábitat transitorio. Compramos esa comida o esos snacks que más nos recuerdan a casa o que nos hacen sentir en un lugar feliz; elegimos el asiento que más se acomode a nuestro cuerpo (como si eso fuera posible), cerca de un enchufe, cerca de un baño, de la puerta de embarque: un asiento que nos dé seguridad; nos acomodamos con los objetos propios que hemos traído para hacer el viaje más llevadero; nos comunicamos con amigos y familiares por WhatsApp; e, incluso, socializamos un poco con desconocidos que se convierten en amigos pasajeros de quienes, es probable, no sabremos nunca más, aunque sí recordaremos… Al final, es sólo eso, una antesala capaz de extenderse y de darnos sensación de estar en el mundo. Construimos una relación (o varias) en, desde y con ella. Quizás no estemos en París, Ámsterdam o Madrid cuando pisamos sus aeropuertos, pero eso no nos quita nuestra necesidad de tocar firmamento y construirlo, aunque sea imaginativamente, estemos donde estemos. El aeropuerto, ese lugar nauseabundo o tedioso, nos obliga a echar raíces y a envolvernos en ellas: refugiarnos. He allí lo interesante de este lugar no-lugar que intentamos convertir en lugar. Sólo basta observar a los pasajeros (y, a través de ellos, a nosotros mismos) para entender en qué consiste ser humano. Me pregunto si Charly García tenía esto en mente cuando escribió su canción…  

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