De cómo nunca me “acostumbré” a esa ciudad a la que me mudé
Eugenia Arria
Me dijeron que, cuando llegara a Madrid, iba a sentirme muy bien. Me dijeron que todo iba a parecerme increíble y que, absolutamente cada acontecimiento, iba a interpretarlo como una aventura. Sí, que todo iba a parecerme novedoso y digno de ser vivido, experimentado o visto. Pero también me advirtieron que eso era una etapa, la primera, y que no iba a durar demasiado. Que cuando nos mudamos a una ciudad ajena a la nuestra, nos sentimos como en una luna de miel, pero luego, como si de un matrimonio (infeliz, permítaseme decir) se tratara, iba a acostumbrarme y ya no me llenaría de tanta emoción -¿afectación?- como en un inicio. ¿Acostumbrarme? ¿Desde cuándo la ‘costumbre’ arruina la posibilidad de amar o apasionarse? ¿Desde cuándo el ‘enamoramiento’ se ha convertido en apenas una fase inicial, que se va apagando con el paso del tiempo?
Tomé mi avión con una gran exaltación, entre la ansiedad, la incertidumbre y el entusiasmo. Estaba escéptica a eso que me habían dicho. Me consideraría una romántica, si era necesario. Sin embargo, algo de esas palabras entraron en mí, y tenía un poco de miedo de caer en su trampa. Temía enamorarme para luego aburrirme, ya que eso, pareciera, es lo que nos trae la costumbre. En un momento pensé: BASTA. Yo vivo como yo quiera, como yo lo decida. Prefiero sentir la ciudad con toda la emoción de estar allí, aunque sea efímero, a protegerme, enfriarme y no saber disfrutar de lo bueno del momento. No será efímero, no lo será. Madrid es donde quiero estar, pensé. Ningún comentario podía hacerme apática al nuevo curso de mi vida que se aproximaba a varios kilómetros bajo el cielo. ¿Por qué abría de oprimir mi sentir o, peor, prepararme para el acomodamiento negativo inminente? Me rehúse a eso. Aún hoy, me rehúso a eso. ¿Soy una romántica? Puede ser.
Comprobé que mi pequeña reflexión de avión estaba en lo cierto. Mis cuatro años en Madrid nunca pasaron a esa costumbre de la que tanto me hablaron. En todo caso, torné la costumbre en algo positivo y activo. Me acostumbré a lo nuevo, a la novedad. Hice de mi casa, mi nueva casa, un espacio propenso a lo nuevo. Hice Madrid mía, pero al mismo tiempo siempre la descubría y ella a mí, también. Nunca me aburrí de ella porque era tanto en sí misma que no era posible no asombrarse casi diariamente. Nunca me aburrí porque me enseñó cosas de la vida, del conocimiento y de mí misma. Además, me había recibido de tan buena manera… Conseguí personas que me acompañarían para siempre en esto que llamamos ‘la vida’. Me junté con románticos como yo, e incluso con otros no tan románticos. Viví sus eventos constantes, su disfrutar del momento y el presente, del ‘tapeo’ y los bares, de la noche encendida. Los teatros, las librerías, los recitales y los performances. La danza, la poesía, la escritura, la academia. El contacto humano, la sensibilidad, la apertura. El amor, la amistad, la conversación. La risa (y el llanto), la bulla y el silencio. Los trabajos, el pensamiento, la reflexión y las tertulias. El Prado, el Reina Sofía y todos sus hermanos, sus primos y familiares lejanos. La elegancia, la grandeza, la estética. Las fachadas, la arquitectura, la luz. Los hogares, la familia, el cariño y sus vivires. De Madrid me enamoré y, nunca nunca, me “acostumbré”. Al menos no como me lo pintaron.
De eso se trató mi estancia en la capital española. De transformar el hábito en abertura o, mejor, de vivir la abertura como hábito. Esto podría ocurrirle a cualquiera con otra ciudad, siempre y cuando se entregue a ella desde el entusiasmo y las ganas de quererla, palparla, experimentarla y de recorrer todos sus rincones. No tenemos que acostumbrarnos si no queremos. Podemos volver la costumbre en novedad y quedarnos en la luna de miel para siempre si queremos. Escoger lo positivo, que es lo tiene más peso. Construir en lo positivo, de eso se trata el amor. Y tú, ¿alguna vez te has enamorado de una ciudad?