Mi primer día (no tan placentero, pero exclusivo) en una ciudad del Círculo Polar Ártico

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Eugenia Arria

Humanista e investigadora

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            La primera vez que estuve en Noruega fue durante mi intercambio en Tromsø, una ciudad con menos de 80.000 habitantes que pertenece al Círculo Polar Ártico. Cuando elegí este destino, lo hice pensando en el contraste: vivía en una gran ciudad, con millones de habitantes y cientos de miles de formas de vivir y ver el mundo. Quería tener un semestre en un ambiente extremadamente tranquilo y en más contacto con la naturaleza. Quería sólo eso, un pequeño tiempo que fuera así, en el que casi fuera inevitable la meditación. De hecho, lo llamé así: un semestre de retiro (aunque, es verdad, no lo fue tanto en términos de estudio). Quería inspirarme en algo que jamás viví; un clima polar, auroras boreales casi cotidianas del otro lado de mi ventana, una noche inacabable, silencio, mucho silencio y solitud.

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            La experiencia en general fue magnífica. Vivía en una residencia de estudiantes algo retirada del centro de la ciudad, donde la vivienda más cercana a ella quedaba a unos varios kilómetros. El edificio era pequeño, de no más de cinco pisos, y quedaba entre bosques, senderos estrechos y cerca de un lago que es capaz de paralizar su existencia durante el invierno, es decir, congelarse. La Universidad me quedaba a unos 15-20 minutos en autobús y era tan tranquila como el resto de la ciudad. Pero en las clases esto cambiaba. La participación era activa y las dinámicas pedagógicas eran bastante enérgicas. El ritmo, los tonos, las actividades, las formas, los modales, etc., eran diferentes a lo que estaba acostumbrada en Madrid. El olor del salón de clases, los vitrales que daban al jardín botánico y árboles delgados despidiéndose de sus engendros, las hojas, eran distintos. Todo lo era. Lo más evidente, el idioma. Las relaciones entre compañeros no eran tan fáciles fuera de las aulas. Los ‘breaks’ se me aparecían arbitrarios. Las costumbres ajenas podía palparlas en apenas esos minutos de descanso, pasos y miradas. Todo lo distinto fui viéndolo y asimilándolo, comprendiéndolo. Todo lo distinto hizo posible mi experiencia distinta, que era justo lo que buscaba y, creo yo, necesitaba.

            Es verdad que la presencia de concreto y majestuosidad de Madrid la eché en falta y, por eso también, la conté en falta. Era una ciudad de pocos habitantes y con una majestuosidad que poco tenía que ver con monumentos cargados de consciencia histórica. Claramente, el movimiento cultural de la ciudad española no podía compararse, ni la vida en sus calles, ni las noches de bares… Hubo un día, sin embargo, en el que extrañe a Madrid más de lo normal. La extrañé fervientemente. Tanto que sólo quería agarrar el primer avión y regresarme. Fue mi primer día en Tromsø, el cual fue muy diferente a toda la estancia en su totalidad. Si me hubiera regresado como quise ese día, no habría podido ver (y, por tanto, aprender) con mis ojos la belleza tan pura, traslúcida, del norte. Me alegro de haberme quedado.

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            Cuando llegué a esta población ártica, todo estaba muerto. Era, creo, un domingo por la noche (pasadas las once). Tenía la esperanza de comprar algo en el aeropuerto antes de irme al hotel, algunas bebidas y quizás algo para comer; pero resultó que el aeropuerto era bastante pequeño y daba la impresión de que hasta los baños estaban cerrados. Tomé un taxi al hotel, pues no podía llegar a la residencia porque no existía eso de conserjes o recepcionistas. Debía buscar la llave en la Universidad. Ya cuando me enteré de eso mi nivel de estrés subió considerablemente. Al llegar al hotel, mi entrada fue bastante zarrapastrosa. Tenía dos maletas gigantescas, una maleta pequeña (de mano) y una mochila. Yo, que mido menos de 1.60cm, superé las leyes de la fuerza en ese instante. Una vez dentro, saludé de forma amable y le informé al recepcionista que tenía una reserva. Su mirada y su postura me hacían pensar que estaba en el lugar equivocado. Pero estaba en el correcto. Sólo era su actitud silenciosa y sin sonrisa que me hizo dudar. Capté en ese momento una diferencia. No me lo tomé personal, pero el viaje había sido largo y fastidioso. Esperaba, al menos, un pequeño consuelo representado en una sonrisa. Me dio la llave sin más. Quería preguntarle algunas cosas pero no me sentí cómoda. Me limité a preguntarle la clave del Wi-Fi. Acto seguido, me entregó un papelito con la información. Sin dirigirme la palabra, salvo un casi inaudito “good night”. “Qué alivio”, pensé, “al menos se despidió”. Tuve que volver a arrastrar y cargar mis cosas hasta el ascensor, el cual llegó y en él entró un chico. Apenas estuvo adentro, cerró la puerta pero, antes de que sucediera por completo, yo corrí y le dije que, por favor, esperara. No emitió sonido alguno. Como pude, metí las maletas dentro. Quizás yo siendo él, habría ayudado a la persona con miles de cosas encima, o al menos habría saludado o habría pedido disculpas por cerrar la puerta, pero bueno… esa era yo. No podía juzgar desde mí.

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            La mañana siguiente salí del hotel rumbo a la Universidad, pero antes -pensé- debía conseguir un supermercado para, así, llevar algunas cosas a la residencia. Estaba en todo el centro de la ciudad y, en realidad, no lo parecía si teníamos una ciudad grande en mente. Al llegar a la Universidad, nadie podía decirme donde recoger la llave. Bueno, casi nadie, puesto que, en realidad, una persona me orientó. Saltando bastantes eventos antes, por fin estuve en la habitación que sería mi morada por los siguientes meses y descubrí algo que no sabía: el baño era compartido con, al menos, unas cinco habitaciones más. Quizás para algunos es una tontería, pero para mí en ese momento fue una auténtica pesadilla. Además, no había Wi-Fi, no podía comunicarme con nadie, ni avisarle a mi familia que estaba todo bien. Entendí que había que comprar un cable para la conexión de internet y entonces salí a conseguir, en algún lugar, el susodicho cable. Cuando regresé con él, resulta que la conexión aún no funcionaba. Al parecer debía ser configurado con una alta seguridad increíble, como si se tratara de la conexión del FBI o algo así. Como no tenía las instrucciones, debía volver a la Universidad y pedírselas, pero ya eran las seis de la tarde. Estaba cerrado el departamento de informática de las residencias estudiantiles. Pensé, entonces, que no pasaba nada, que podía ir igualmente ir a la Universidad y utilizar el Wi-Fi de allí para comunicarme con mi familia. Primero debía, no obstante, limpiar la habitación y tender la cama. A todas estas no había conocido a ningún vecino, salvo a la persona que me dijo que debía comprar el cable para tener Internet y que debía configurarse de una manera bastante especial (tanto así que mi laptop de entonces quedó inhabilitada a conectarse a otras redes que no fuera esa de ahí -hasta que unos meses después entendí que debía volver a hacer todo ese proceso extraño-).

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            Fui, de nuevo, a la Universidad, pero esta vez en el único autobús que pasaba, poco frecuente, cerca de donde vivía, bajo una lluvia feroz (y sin paraguas). Cuando llegué ahí, ¡estaba cerrada! ¿Cómo era posible? Eran menos de las 9:00pm y estaba cerrada. No había un alma. Intenté entrar con mi tarjeta de estudiante que me habían dado y me rechazaba el acceso. Por tanto, no tenía acceso tampoco al Internet. Me senté y grité de frustración, mientras toda mi ropa se empapaba. Me tocó esperar el autobús de regreso (al menos unos 45 minutos) y decidí irme al centro y acercarme al hotel donde me había quedado, para así, aunque sea, avisar a los míos que estaba bien y que no iba a poder comunicarme hasta nuevo aviso. Sabía que todas las tiendas iban a estar cerradas también, así que tampoco podía comprar una línea o una tarjeta de datos.

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            Regresé a mi habitación unas casi tres horas después desde que salí de allí gracias a los horarios de los autobuses. Al sentarme en la cama, aún no arrugada, empecé a llorar. No entendía qué hacía ahí y por qué había decidido irme para allá. En ese momento, olvidé todo lo que había planificado. Se me había olvidado que las cosas al principio están llenas de imprevistos y no son tan perfectas como, en un inicio, pensamos que van a ser. El estilo de vida lento y pausado de los escandinavos no me entraba en la cabeza. Era todo muy diferente a lo que estaba acostumbrada. Estaba demasiado acostumbrada a la comodidad de estar comunicada todo el tiempo, a que la gente saludara sin esfuerzo o apareciera sin llamarla. Fueron 24 horas de extrañamiento agotador. Pero después, la comprensión ocurrió y ahora sólo puedo hablar bien de ese diminuto (e inmenso, natural y paisajísticamente hablando) lugar de la Tierra. No cambiaría esa experiencia allí por otra. Fui al lugar correcto, aprendí y conocí amigos para toda la vida. Tanto me gustó que volví a Noruega para hacer mi maestría pero, esta vez, preparada, sin prejuicios ni comparaciones (y abierta a estar incomunicada los primeros días). Volví con ansias de conocer más la cultura y armar mis rutinas en ese suelo en el que parece que el tiempo no anuncia su llegada.

 

Eugenia ArriaComment