He viajado, he cambiado… Y todo comenzó en la infancia
Eugenia Arria
Humanista e investigadora
He viajado desde siempre. Desde niña he volado por diferentes cielos y no necesariamente físicos. Sí espaciales, pero muchos en mi imaginación. Debo admitir, no obstante, que los pequeños (o a veces más grandes) viajes que hacía eran tan maravillosos para mis ojos como para mi imaginación. Tenía más referentes, más realidades de las que partir a lo ficcional, a lo onírico. Me despertaban. Me cambiaban siempre. Me sacudían siempre. Cada vez que descubría (sí, para mí era un descubrimiento) un nuevo mundo, una nueva forma de vida o de existencia -por muy pequeña que fuera-, sentía que conocía menos y quería más y más y más. El mundo, poco a poco, se convertía en mi terreno de exploración, en ese lugar que yo quería ver con los párpados bien abiertos, escucharlo y palparlo con atención. El mundo se me hacía más pequeño y más grande a la vez. Más finito y más infinito. Más explicable y más inexplicable. ¿Cómo era esto posible? El paso del tiempo (y del espacio) me llevaba a una paradoja poéticamente reflexiva, especular. Me llevaba, también, a una constante metamorfosis que conservaba su hipodermis.
El viaje me ha llevado a muchas partes y fui introducida a él en mi infancia o incluso, podría decir, en mi pre-infancia. Sin embargo, sólo puedo hablar de lo que recuerdo. Mi padre era el de los viajes minúsculos (o, diría Bachelard, de la miniatura). Con él aprendí a usar la lupa para observar mejor a las hormigas existiendo en su mundo. El instrumento debía ser usado prudentemente, sin excederme más de unos cuantos segundos: tenía que tener cuidado de que el sol no atravesara tanto el lente, pues no queríamos quemar a los pequeños seres. ¿Cómo íbamos, entonces, a intentar comprenderlos? ¿Y cómo íbamos, además, a interrumpir su curso de la vida así, de forma tan mezquina? Ellos tenían su propio sistema de comunicación, iban en perfectas filas y transportaban sus alimentos con una fuerza increíble hacia sus cuevas subterráneas. Sentíamos pena por la hormiga extraviada, errante. A veces intentábamos redirigirla a los suyos. Mi padre y yo descifrábamos un pequeño cosmos del que nosotros éramos, más o menos, ajenos. Era un micro-cosmos paralelo y dentro del nuestro. En un determinado momento, la pequeñez de ese insecto nos llevaba a la vastedad del universo, de las moléculas, los átomos, del tiempo y del espacio. Y volvíamos a la pequeñez, pero esta vez a la nuestra. Íbamos y veníamos, todo gracias a nuestra capacidad de pensamiento. Mi padre me hizo comprender el mundo cósmica y filosóficamente.
Mi madre, por otro lado, era la de los viajes al mundo (real y ficcional). Con ella aprendí que la vida sin historias era una vida muerta, que cada quien -como un caracol- llevaba consigo un equipaje -lleno de memorias- llamado subjetividad, porque “la vida no es lo que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Abríamos nuestros ojos ante los sujetos particulares, los escuchábamos y veíamos sus comportamientos. Nos zambullíamos en sus costumbres y hábitos para comprenderlos mejor y, luego, contarlos mejor. Nos inspirábamos en la realidad para luego crear otra paralela que se fundaba en la palabra. Leíamos ficciones entre las líneas, válgase decir, de las calles, ciudades, pueblos y países que visitábamos. Hasta los perros asomados por las ventanas parecían hablarnos, decididos. Nosotras queríamos entender al mundo, a las personas y a todo habitante, pero también queríamos crear desde él, pues ¿acaso a veces la distancia entre ficción y realidad no se desvanecía en nuestro (con)vivir mismo? ¿Acaso la vida no se hacía más vida en su contar mismo? Mi madre me hizo comprender el mundo literaria -por tanto intertextual- y transculturalmente.
Con cada uno de estos viajes aprendí a ver de maneras diversas, como si me hubieran entregado unos prismáticos que podía usar desde ese momento en adelante. Luego estaban mi hermano, mi nana, mis tíos, primos y abuelos. Con todos ellos hacía viajes distintos entre sí: unos abarcaban más espacio que otros, unos eran más interiores que otros, unos eran más factuales que otros; algunos tenían que ver con el contacto en el mundo y otros tenían que ver con el vivir en el mundo… Todos eran diferentes y, por ende, aprendí cosas diferentes de ellos. Cambié diferentemente. Me dieron invaluables ‘moments of being’, como los llama Virginia Woolf, es decir, momentos de ser, de existencia, los cuales abrieron mis horizontes, mis esquemas, mi visión de mundo e, inclusive, mi sensibilidad. Mis prismáticos se multiplicaron.
Dicho esto, los viajes pueden ser no sólo a otros países, sino también a algún parque de tu ciudad o a los lugares más remotos de tu imaginación. Lo importante es que viajes, que te traslades a una otredad que te comunica y enseña, a un extrañamiento que se vuelve unidad, a ese lugar que espera ser descubierto, escuchado y contado. Lo importante es que te abras a construirte desde la experiencia en el mundo, el cual implica un sinfín de mundos. Desde la infancia aprendí a viajar y me prepararon para ello. Todo cambio que está por venir lo recibo con naturalidad, como parte de mí, de mi historia y de mi estancia en este pequeño lugar del universo. Te invito a que lo sientas así.