Sobre cómo podemos hacer propios los lugares nuevos a los que nos mudamos

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Eugenia Arria

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La verdad, no es tan difícil. Basta un objeto, por muy pequeñito que sea, para hacerte pertenecer, al menos por un instante, a un lugar desconocido. Basta una historia, un recuerdo, un sabor o una sensación para palpar el calor de ‘hogar’ lejos de nuestras casas originarias. Cuando llegamos a una ciudad o a un país nuevo, es normal que nos sintamos perdidos, que tengamos muchas expectativas inciertas y que no sepamos exactamente cómo nos sentimos de estar ahí. Los días parece que pasan para enseñarnos más cosas y sacarnos del extrañamiento al que hemos sido sometidos, pero se torna difícil cuando no logramos alcanzar referentes conocidos con anterioridad que formen parte de nuestro imaginario cultural, familiar e incluso individual. Nuestra tarea está allí: en encontrar los referentes o, si no es posible, en traerlos con nosotros a donde sea que vayamos o, mejor, construirlos con nuestras propias manos y mentes.

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Lo más satisfactorio y gratificante de mudarnos a un sitio del que no tenemos ni noticias es hacerlo propio, hacerlo nuestro, acercarlo a nuestras almas. Hay diferentes maneras de hacer esto; sin embargo, la más sencilla -y quizás por eso la más significativa-, en tanto la más originaria, es la de conectarnos con los objetos. Es decir, utilizar los objetos como esos referentes que hacen propio un lugar desconocido, aferrándonos al valor emocional que tienen para nosotros. Puede ser una fotografía, una cajita de música, una prenda de ropa, una joya, etc. Esos objetos que hacen que una ‘casa’ se convierta en ‘hogar’. ¿Y esto qué quiere decir? Convertir la casa en un hábitat humano, subjetivo.

Muchos se habrán dado cuenta de que una casa vacía, sin muebles, no nos dice nada, mientras que las que sí tienen muebles y están decoradas de acuerdo al gusto del habitante, nos dicen mucho: vemos destellos de la persona y cuán acogedora nos puede parecer o no. Todas esas cosas que dan ornamento a la casa son colocadas de forma deliberada o, al menos, de forma intuitiva. Pueden ser desde cosas que ha traído consigo como recuerdos preciados de su infancia o su pasado hasta cosas nuevas que le rememoran una vivencia. En otras palabras, la persona que decora y forma un ‘hogar’ está, de cierta manera, mostrándose al mundo a través de su casa y, simultáneamente, está construyendo ese refugio dentro y desde el cual se siente identificada y envuelta.

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Tenemos que encargarnos, pues, de habitar la casa y, una vez logrado esto, el mundo exterior cobrará sentido, será señalado y real, pero sobre todo será más amable y conocido. Habitar la casa quiere decir volverla habitable, darle vida mediante los objetos que la conforman; quiere decir hacerla nuestro espacio, nuestro refugio: ese lugar donde nos sentimos cómodos y nosotros mismos.

Por eso, yo propongo que hagamos propios los lugares nuevos a los que nos mudamos desde dentro, a través de cómo vivimos en nuestras casas o habitaciones. Una vez que tenemos esa sensación de seguridad, de nido o de hogar, el mundo ya no nos parecerá tan inhóspito; y sea donde sea que estemos, nada nos parecerá ya tan desconocido.


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