Breves notas sobre la inmensidad del mundo (Parte I: Tromsø)
Eugenia Arria
Humanista, investigadora en el área de Literatura y Filosofía
El aire se me fue. Sentía que la extensión del espacio no me cabía en el cuerpo. Sentía que lo que veían mis ojos era inabarcable. ¿Cómo podía haber tanta magnitud en la ocupación? ¿Era real ese lugar? ¿Era real esa sensación? Parecía un sueño, pero uno en el que podía sentir completamente mi cuerpo reaccionar hacia y desde el exterior. No era pura consciencia. Era una completitud fisiológica. Quería salir corriendo: parecía hacerse insoportable. Pero quería quedarme: era absolutamente hermoso. Un terror hermoso, armónico, que partía del sentir de la infinitud. Me es curioso pensar que un simple teleférico me pudo llevar a tal estado.
Esta sensación nada más la he sentido unas tres o cuatro veces en mi vida, en diferentes lugares y países. Estoy segura de que volveré a sentirlo en otros que aún no he conocido (y que esperan por mí -o, mejor dicho, yo espero por ellos-). Dependerá también, claramente, de mi disposición emocional/corporal. A veces no estamos lo suficientemente permeables, lo suficientemente abiertos. Pero cuando me ha sobrevenido este sentimiento, algo en mí lo ha acobijado, lo ha regocijado en una morada. Espero que esa morada que habita en mí (no, no es redundante) esté en condiciones de recibir huéspedes fugaces en ese momento que está por venir.
Sentí la inmensidad en Tromsø (Noruega), por ejemplo, y mi cuerpo parecía estar al punto del colapso. Mi cuerpo delimitado, con fronteras, no lograba contener la amplitud (¿o profundidad? ¿O ambas?) que se desbordaba dentro. Mi cuerpo parecía querer difundirse con el paisaje, arrojarse a él. Al mismo tiempo, yo quería huir pero no lograba moverme. Mis ojos estaban muy abiertos y mi respiración espesa. Debo irme pero debo quedarme, pensaba. No lo podía creer pero era real, muy real.
Hay paisajes que nos hacen sentir así, que sus grandezas nos abarcan y ahogan, y al mismo tiempo nos hacen ver una belleza pura en el mundo (que nos llama). Ese día, era un invierno temprano en el círculo polar ártico, por tanto la nieve no había llegado, pero sí los colores refulgentes y juguetones en el cielo. Decidí subir a la montaña más alta (Storsteinen) con una amiga, pero por la hora, ya no nos daba tiempo de ir a pie. La noche se acercaba. Entonces, tomamos el teleférico (Fjellheisen). Una vez arriba, la montaña era rocosa, muy amplia y con mucha prolongación. Incitaba a la carrera, a admirar el cielo abierto desde la horizontalidad. Caminamos más hacia el precipicio y había un mirador lleno de turistas del lado derecho. Nos acercamos y pudimos ver la pequeña ciudad desde las alturas. Era bello. La mirada hacia la derecha me hizo sonreír, ubicarme y hasta apuntar con mis dedos el edificio en el cual vivía en ese momento.
Sin embargo, cuando seguimos hacia la izquierda, donde ya no había un mirador sino el precipicio como tal, la sensación cambió por completo. La admiración me sobrepasó. Sentí ansiedad y lágrimas. ¡Cuánta inmensidad! Había un barco, además, dirigiéndose hacia ese infinito mar que yo veía, rodeado de fiordos que guardaban en sí la historia de los antepasados nórdicos y la historia de nuestro planeta; era un barco valiente, era un barco que se dirigía hacia lo inmenso desde su pequeñez que yo, en ese preciso instante, pude contemplar en mi mismísima pequeñez. Los marineros no sabían que su presencia en la totalidad de esa vista que yo tenía, me había afectado así. Los marineros no supieron de mi conmoción.
El mar estaba teñido del rosado de un cielo atardeciente. Los fiordos estaban tranquilos, imponiéndose. El mundo volvía a ser plano, pero sin fin. La redondez sólo se formaba dentro de mí, a punto de explotar. Los caminos de agua parecían estar perfectamente diseñados. Todo era demasiado grande, demasiado inmensurable. La naturaleza, desde su paz, me agitaba. Desde sus sonidos selectos de la mano con el silencio, me llenaba de un crujido inaudible. El cielo arropaba al mar y a los fiordos con su tacto secreto. La vida me susurraba: esto es. Tuve que sentarme. El frío que previamente sentía ya no era una sensación, se hizo fútil. Esto sí que era sentir. Tuve que respirar. Tuve que esperar.
Sentí lo sublime. Y lo soporté.