Gastronomías locales: una comunicación intercultural posible

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Eugenia Arria
Humanista e investigadora
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Al entrar en contacto con personas de otras culturas es evidente que, al conversar, hay muchas maneras de empatizar con ellas que van más allá de las semejanzas o diferencias culturales: por ejemplo, a través de los gustos musicales, la literatura, el deporte, el arte en general, la comida. Me interesa hoy, sin embargo, enfocarme únicamente en una de ellas: la comida y, específicamente, la gastronomía local. Ahora, en vez de decir que hay muchas maneras de empatizar con personas de otras latitudes, quiero decir que hay muchas maneras de, en efecto, conocerlas a través de sus manifestaciones culturales. En este sentido, la gastronomía es una de ellas y no me refiero simplemente a hablar sobre nuestras comidas típicas favoritas, sino a compartirlas, probarlas, consumirlas. ¿No has pensado, alguna vez, en cómo las preparaciones con curry, y una especiería particular, nos trasladan, de alguna manera, a la India? ¿O cómo las comidas flotantes en leche de coco y ají picante nos hacen saborear a la bella Tailandia, el guacamole al espíritu mexicano y el ramen a las calles más escondidas de Japón?

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Sin duda, nuestro sentido del gusto nos hace sentir, corporalmente, algunos destellos de culturas otras. No sólo nos permite disfrutar (o quizás no tanto) de sabores distintos, sino que nos lleva a experimentar fisiológicamente esa otredad fijada en la elaboración de los alimentos. Por eso creo que comer es, también, un viaje: es un acceso, un portal a otro mundo diferente al nuestro cotidiano. Ya la manera de concebir los alimentos, de pensar sus combinaciones, sus condimentos y las especias utilizadas, es radicalmente diferente de acuerdo a los países y continentes (aunque, es verdad, hay culturas que muchas veces se acercan en sus comidas, por muy lejanas que sean). La comida, pues, tiene una función comunicante que supera el mero hecho alimenticio o gustativo. Aunque el gusto es el que, en realidad, en compañía con el sentido olfativo y hasta el visual, permite esta comunicación intercultural.

Esta pequeña reflexión me hace pensar en los festines culinarios que he hecho a lo largo de los años con amigos de diferentes países y ciudades. Varios de ellos -y creo que de los más felices-, fueron mientras viví en Tromsø (Noruega) durante un semestre de intercambio. Vivía en una residencia estudiantil donde todos teníamos nuestras habitaciones o pequeños apartamentos, pero la cocina se compartía entre los vecinos y había una mesa general donde todos comían. En el piso donde yo estaba la mayor parte de los inquilinos era proveniente de Nepal. Muchos fines de semana preparábamos comida en conjunto: yo mis arepas, empanadas, bollitos pelones, tajadas y/o tostones, entre otras recetas venezolanas; ellos, por su parte, preparaban sus guisos, su arroz simple y suelto, sus momos y sus sopas picantes capaces de expulsar hasta los malos espíritus del cuerpo (o los mocos más aferrados). El contraste de sabores se hacía armónico en el compartir humano, en nuestro conversar y en nuestro interés por entrar un poco en la cultura del otro a través del paladar.

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Un día diferente a éste, en esos mismos meses, una amiga de Bangladés nos invitó -a una amiga de Nepal y a mí- a un banquete tradicional que ella había preparado. Conversábamos y comíamos todas las delicias expuestas, abundantes, en la mesa. Le preguntaba sobre las especias, la cocción, el procedimiento. La halagaba en mi auténtico deleite gustativo. Una vez que comimos dijo que iba a traer un postre: un arroz con leche al estilo bangladesí. Insistió que era diferente a los demás, que era único y que se preparaba con ciertos ingredientes propios de la culinaria de su país. Me causó intriga, pero sabía que iba a disfrutarlo. La dedicación que había puesto en la cocina ya me parecía que le daba demasiado valor a todo. La dedicación que había puesto en mostrarme, con orgullo, los sabores de su cultura, me hacía apreciar más todo.

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Al probarlo, me conmocioné. Lágrimas salieron de mis ojos y mis dos amigas no podían entender qué me ocurría. Me preguntaron varias veces si estaba bien, y yo sólo asentía con la cabeza. Sus caras eran de preocupación y desconcierto. La cocinera no sabía si debía sentirse mal por haberme ofrecido ese postre, pedirme disculpas o consolarme. Optó por traerme agua y esperar tranquilamente. Cuando pude hablar, al cabo de unos minutos, pude decir: “Sabe al arroz con leche de mi abuela”. Me abrazaron. Nos abrazamos. En ese momento nos sentimos envueltas y acobijadas en la unidad, como si habláramos la misma lengua, como si compartiéramos nuestras vivencias y pasados, como si fuéramos habitantes nada más de un solo lugar: la Tierra.

Este pequeño evento cotidiano me hizo vislumbrar que la comida no sólo nos permite encontrarnos con el otro sino también, y lo más valioso para mí, encontrarnos en el otro. Por lo tanto, probar comidas de otros lugares nos comunica, a la vez, otredad y mismidad. El arroz con leche que hizo una bangladesí en una ciudad recóndita del círculo polar ártico, lugar apartadísimo de nuestros hogares, me condujo a un cúmulo de recuerdos muy míos, con sus sabores propios almacenados en mi memoria (porque sí, nuestros recuerdos también se archivan en olores, sabores, y otros sentidos). Me supo a mi infancia. Su cremosidad, junto con el dulzor exótico del anís y la canela cercana, me hizo sentir hogar: por unos instantes, el sabor de ese postre me hizo revivir los momentos de mi niñez cuando mi abuela preparaba ollas y ollas de arroz con leche. Me hizo sentir el calor de sus manos rozando las mías mientras me pasaba el vasito con la certeza de que, con ese aroma, iba a sentirme acobijada. Me hizo sentir en casa, en unos años específicos, en unos sentimientos específicos. No había vuelto a probar un arroz con leche que me causara eso, que me supiera a eso. El arroz con leche de mi amiga se convirtió en un espejo. ¿Quién iba a pensar que una comida podía transportarme tanto a tierras lejanas como a mis sentires íntimos más profundos? ¿Quién iba a pensar que la diferencia se conciliaba, tan eufónicamente, en nuestro paladar? ¿Quién iba a pensar que los sabores se encontraban con y en ellos de esta manera? La comida nos puede permitir, en fin, acceder al otro, pero también a nosotros mismos. El viaje es doble y simultáneo: hacia fuera y hacia dentro. Y lo esencial se manifiesta en nuestro cuerpo.

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Luis ArriaComment