Hacia el Castelo de São Jorge: una impresión de Lisboa
Eugenia Arria
Nuestro camino hacia el Castelo de São Jorge en Lisboa fue tan bellamente espontáneo como su búsqueda. No lo pedimos, no lo deliberamos. Sólo pasó; de una manera tan simple, tan natural, pero al mismo tiempo tan pintoresca, que parecía que nos habían colocado en una historia literaria que no culminamos y en la que, de ser posible, habríamos suplicado a gritos al narrador omnisciente que nos dijera la vida paralela de los personajes y objetos que brotaban, fugaces, a lo largo de nuestro andar. Sin embargo, nada podíamos hacer sino entregarnos al azar de los eventos de una ciudad que reunía diferentes épocas en su superficie de concreto y sus manifestaciones cotidianas.
Era un invierno amable. El cielo estaba cubierto por una nube ligera y sutil, de esas que no pretenden ocultar la belleza del cielo, sino más bien fungir de un cristal protector capaz de macerar la tonalidad de los colores sin derramarlos. Y en ese suave lienzo, a lo lejos, se erguía una estructura monumental llena de historia y de pasados. Se imponía de tal forma sobre la ciudad que era imposible no verla sin imaginarse lo que allí se vivió. Era el castillo. Por un momento, comencé a ver sus rocas caer sobre los edificios apiñados, llevándose consigo todos los secretos incrustados en ellas y arrasando con todo lo tocado. La tragedia del terremoto de Lisboa de 1775 también lo llevó a las ruinas. Fue una ilusión retrospectiva, y lo que ahora veía frente a mí (pero muy lejos) era la restauración que se llevó a cabo durante el siglo pasado. De todas maneras, el castillo parecía querer decirnos algo, contarnos la vida de esta ciudad desde las alturas.
“Vamos hacia allá”, nos dijimos sin emitir ninguna palabra, pero sí pasos decididos. Nos dirigimos sin ver el mapa. Nos dejamos llevar por el camino que, eventualmente, haríamos al caminar hacia el castillo. Poco sabíamos que estaba más lejos de lo que pensábamos, pues todos los callejones eran empinadísimos y, además, un poco laberínticos. Confiamos en que todos los caminos llegaban al castillo y seguimos entre esos edificios desgastados tan característicos de la ciudad lisboeta. Cada ventana, cada cortina, cada puerta carcomida por el pasar de los años, parecía hablarme y contarme una historia que yo no terminaba por descifrar, pero que despertaba mis elucubraciones. Caminábamos y caminábamos. Nuestros muslos ya estaban contraídos y las pantorrillas parecían desistir. Olvidamos el agua y, entre el cansancio que no quiere parar, imaginé a Vasco da Gama en el siglo XVI, subiendo esta colina en su caballo, ávido de encantar el Palacio con sus historias sobre India; elaborando en su cabeza cómo expresar lo radicalmente distinto a sus contemporáneos, a la casa donde moraba el poder. Escuché el caminar de su caballo muy cerca, mientras me preguntaba cuánto habría cambiado, qué habría generado ese largo viaje en sus entrañas… ¿Cuáles serían sus pensamientos desde este preciso lugar, cabalgando por estas colinas y viendo sobre sí la gran muralla del castillo? ¿Se dejaría llevar, igual que nosotros, por esa necesidad de llegar a la cima, como si se tratara del fin de Lisboa, más allá de entregar las noticias? ¿Estaba seducido, igual que yo, por la lejanía que exclamaba una historia que contar desde un aposento grande y misterioso? ¿Lo sentía igual de alto y excelso a pesar de haber conocido tierras otras con sus propias grandezas?
Volví al tiempo presente por un canto desgarrado que me sacudió: detrás de nosotros venía caminando (¿o, debería decir, tambaleándose?) un hombre de unos cincuenta años completamente ebrio, pero completamente vivo, que cantaba fado como si llevara una madre adolorida en el alma. Su voz parecía cargar las penas de toda la tierra portuguesa, y hacía juego, de alguna forma, con las fachadas roídas de las casas color pastel -un color casi desaparecido por el deterioro, cabe decir- y las ropas tendidas a punto de caerse, como desistiendo, entregándose a la gravedad -mas sin hacerlo. Nuestro caminar se volvió melancólico, sentido, más vivo.
Después de unos veinte o treinta minutos, habiendo dejado atrás al cantor de fados, a gatos deliberantes, alguna que otra mariposa, señoras asomadas por las ventanas, niños correteando y pies descalzos, otra música inundó nuestros oídos. Caminamos por debajo de un arco que nos llevó hacia una especie de plaza sin plaza, en completas ruinas, con unas escaleras que parecían alzar un escenario en el que había desechos convertidos en arte. Era una exposición callejera, improvisada, espontánea. Ahí también, en medio de todo, con el sereno de la noche casi anunciando su llegada, se encontraba un joven sentado con su guitarra elaborando tonos y melodías a lo Baden Powell, apoderándose de todo el aire. Ahí estuvimos. Estupefactos. Sonreídos. Acariciados por la atmósfera sonora que este músico de la calle pudo generar. El universo parecía conciliarse con la tierra en ese preciso instante. Él parecía querer comunicarnos esto. Él parecía saber todo lo que habíamos recorrido, todo lo que habíamos visto, todo lo que habíamos apreciado y guardado para siempre. Él parecía comunicar a Lisboa en su canto espeso, tenue, taciturno y sosegado.
Poco después llegamos al castillo. “Cerrado por huelga”, anunciaba un pequeño cartel en la reja principal. No nos quejamos. El camino de por sí ya había sido una experiencia auténtica y, creo, local. Había sido una combinación de desfachatez, música, historia y cotidianidades en armonía perfecta. Bajo nuestros pies, sobre nuestras cabezas, a la par de nuestros ojos. Finalmente entendí que no quería ningún narrador que me contara todo, que lo bello permanecía en mi interpretación de lo que había ocurrido de forma tan misteriosa, tan simple, tan natural, tan pintoresca.