Florencia, la ciudad-arte
Eugenia Arria
Ese día estaba envuelto en un manto quimérico, lírico. No parecía que el tiempo corría y mis pasos por el mundo eran tan ligeros y tan poco adheridos al firmamento que no tenía otra opción más que entregarme al viento, dejarme llevar, sin la preocupación de un antes o un después. Sí, sí; había llegado a Florencia. No importaba nada más. No me importaba nada más. Las lucecillas de la ciudad hacían juego con el crepúsculo envolvente desde arriba. Los edificios parecían iluminados sin necesidad de serlo. Éramos parte de un juego de luces y de sombras en el que nos susurraban: “bienvenidos”. Éramos parte de otro tiempo, encapsulado entre los muros de la ciudad. Éramos parte de un Renacimiento sin Renacimiento. Quizás mejor es decir, de un destello del Renacimiento.
Queríamos aprovechar la poca luz que quedaba para explorar un poco la ciudad, pero solo eso, un poco, y así al día siguiente tener más o menos idea de por dónde movernos. No nos imaginábamos que íbamos a quedar encantados y sorprendidos por unas horas fuera. Una pequeña exploración se convirtió en una gran sensación. En haber saboreado la belleza auténtica de Florencia. Todo empezó con una pequeña caminata por los alrededores del hotel, las fachadas eran calurosas y amables, pero poco a poco los otros caminantes y los susurros de la ciudad nos arrastraban más lejos. El aire era ligero y alegre. Había galerías aquí y allá. Ventas de libros antiguos, mercadillos, adornos, dibujos, grabados y hasta de pinturas ambulantes. De repente, entramos en una calle que era más como una cuadra, y nos hizo sentir en una realidad distinta pero bella. Las paredes estaban tintadas de una manera particular, conocida. Esas líneas, esos colores, esa maestría en sus formas, su arquitectura, no podían sino pertenecer a la Catedral Santa Maria del Fiore. Su presencia era abarcadora, imponente. Su espacio lo era, claro está, pero lo que grabó en el interior de uno mismo parecía que iba a explotar de lo expansivo que era. Caminar y caminar y descubrir cada vez más de la grandeza de esta catedral es hermoso. Nos convertimos, sin esfuerzo, en cuadro, en una partecita de una gran obra.
Después vimos la plaza y toda la vida que ahí se daba. Giramos un poco hacia la izquierda y nos adentramos en una calle que nos llamaba. De lejos parecía una capilla, fantásticamente construida, atractiva a unos ojos ávidos de arte. Una señora nos hacía gestos en la entrada para que nos acercáramos. Hicimos caso y fuimos hasta allí. Nos dieron unos folletos y entramos. No tuvimos que pagar nada. El lugar estaba repleto de gente que contemplaba un concierto íntimo de música clásica. Hubo distintas piezas. De piano, cello, flauta, violín y hasta canto acompañado. Yo no podía estar más feliz. El sitio era elegante, pero al mismo tiempo relajado. Todos estaban bienvenidos a escuchar. Me parecía increíble el hecho de que, tan solo caminando un poco, habíamos llegado a un evento del cual no teníamos idea pero del que salimos satisfechos e inspirados. Acto seguido, seguimos explorando las calles, con sus estatuas magnánimas y sus edificios trazados con pinceles armónicos. Continuamos hacia el Ponte Vecchio y sus paredes roídas y cobrizas me hicieron, de nuevo, irme hacia atrás: me imaginé trovadores cantando de un lado a otro, vendedores ambulantes, mucha bulla y gente de toda clase dirigiéndose a sus hogares, a llevar el pan a sus hijos, a sus estudios de arte, a sus escondites, a sus rutinas… Las casitas colgantes me hicieron querer saber qué sucedía en ellas cinco siglos atrás. Me sentía ahora en una fotografía, en un momento fijado de un tiempo perdido pero no muerto.
Una vez pasado el puente, y recorriendo callejuelas estrechas, nos topamos con una trattoria que nos llamó particularmente la atención. El anuncio era rústico, colgado en madera, y había unas escaleras que te llevaban como hacia un sótano. Cuando bajamos, el piso era de piedras y estaba sepultado en barrilles pesados que expulsaban distintas tonalidades de uva fermentada. Oh, eran vinos añejándose. Si bajabas otras escaleritas que había allí, llegabas al restaurante. Parecía una taberna. Nos sentimos realmente en varios siglos atrás, al menos de primera impresión. Las mesas estaban rebosantes, había muchas familias y, en realidad, algún que otro turista. La mayoría de los que disfrutaban de esos platos eran italianos, pues hablaban alto en su idioma y alegres, riéndose y deleitándose de uno de los mejores atributos de su cultura: el arte de la pasta. Los mesoneros nos recibieron con mucho entusiasmo y nos sentaron en una mesa compartida con otras personas. La mesa era de madera y las sillas también. Daba la impresión de estar en un banquete. Quizás solo faltaban los bailes y la música en directo para que realmente fuera un banquete de esos que yo me recreaba. La verdad, fue la mejor degustación de pastas que he comido en mi vida. Nunca probé ni he probado nada igual hasta ahora. Nos traían y nos traían platos; y cuando pensábamos que ya seguro era el último, venía otro. Increíble. El problema es que fue tan espontáneo todo, que no recuerdo el nombre del lugar; pero si voy a Florencia, sé exactamente qué recorrido tomar para llegar a esta joya gastronómica.
En fin, Florencia es más que una ciudad. Es una obra de arte, la cual se complementa (o se suma) con la maravillosa gastronomía, el idioma italiano y el temperamento de sus habitantes. Eso pensaba, apenas el primer día, de regreso al hotel, en el revivir de las últimas horas, pues era el mismo camino de regreso. Me preguntaba, también, cómo era posible haber vivido tanto, experimentado tanto, en un curso de tiempo tan limitado. No se habían cumplido ni las cuatro horas. Ah, es que en Florencia el tiempo corre distinto… Ah, sí, y los gelatos también son de otro mundo.