Brujas, ciudad del encanto y lo oculto
Eugenia Arria
Humanista e investigadora
La lluvia nos tenía empapados. Y tenía empapada nuestra vista. Sólo veíamos pies apurados y paraguas oscilando de un lado para otro. El suelo de piedras parecía entorpecer nuestro caminar. Cada línea que las separaba formaba un río caudaloso capaz de arrasar con una comunidad entera de hormigas (y de bichos en general). Mis zapatos estaban mojados. Mis pies fríos. Sólo quería resguardarme del chapuzón. Sí, yo estaba debajo, sumergida y taponada por semejante inundación. Ya habría tiempo para ver, con los ojos bien abiertos, la ciudad. Eso pensé. Sin embargo, en el camino al hotel -supuestamente cercano y la mejor opción para cubrirnos del agua y secarnos- pude tener algunos destellos de ese lugar tan particular del que tanto me habían hablado. Vi colores y algunas formas puntiagudas. Ocres. Marrones de todas las tonalidades. Algún que otro rojizo. Más agua y puentes en forma de ‘u’ invertida. En ese momento, no podía imaginar cómo se podía estar aún más sumergido. Y seguí viendo canales de agua. Ya entendía por qué solía llamársele la “Venecia del norte”. Caminamos, ya no entre pequeños ríos que se fundaban bajo nuestros pies, sino en uno conformado por una corriente generosa de personas (entre las cuales, varios turistas como nosotros). Eso sí. Nadie me pisó, ni tropezó, ni empujó. Para mí, ya eso bastó para ser una bienvenida complaciente.
Llegamos al hotel. Amabilidad por doquier. Era bastante acogedor y, en su interior, se congelaba cierta época pasada: tenía toques, decoraciones, muebles y distribuciones de espacios propios de una familia acomodada de finales del XIX. Daba la sensación más de un hogar vintage que de un hotel. Eso creí. Así lo recuerdo. Lo decimonónico se mezclaba con la arquitectura medieval de las superficies de Brujas, que es justo la característica que la hace una de las ciudades más bellas y llamativas del norte de Europa. De hecho, esta ciudad es mucho más visitada que la misma Bruselas, la capital. Y no me sorprende. No me sorprendió una vez que la lluvia se cansó de aparecer y pude ver todo con claridad. Me sentí en un cuento o en una obra teatral ambientada en el Medioevo, ¿o quizás en un grabado?: todo detalle me vislumbraba un poco sobre el pasado de la ciudad portuaria. Todos los edificios, distribuidos entre verdor y canales, me hacían pensar en miles de historias. Eso sí, todas, absolutamente todas, de carácter misterioso y algo infantil.
Paseamos todas sus callecitas en bicicleta por horas, sus parques y sus rincones como si fuera un lugar de mentira. Es decir, como si se tratara de un setting que teníamos que aprovechar antes de que lo derrumbaran por completo. Allí estaba su encanto: en que sus edificios angostos y con cimas triangulares, sus calles de piedra, su basílica hibridada entre lo románico y lo neogótico, su iglesia de torre alta y esbelta, sus árboles que se tumban para entrelazar sus brazos con el flujo del agua, sus puentes que avisan la disposición del espacio, sus tiendas apiñadas con aroma de chocolate recién hecho y sus habitantes que intercambian miradas por sonrisas, te hacen sentir como parte de una historia que no es real. El encanto, pues, reside en la atmósfera irreal de su realidad. Pero es también misteriosa: cuando llega la noche, te da la impresión de escuchar historias entre piedras y paredes. Lo oculto reside, también, en esta ciudad. Lo ficcional y lo mitológico. Los susurros y lo no-dicho. Me quedé con las ganas de descifrarlos y corretear con ellos. No tuve tiempo, sin embargo. Estuve pocos días, pero creo que los suficientes para haber dejado mi estela en bicicleta para los futuros descifradores de historias pasadas.