Breves notas sobre los fiordos noruegos
Eugenia Arria
Humanista e investigadora
[email protected]
Los fiordos en Noruega no son reales. Son un sueño que tenemos la fortuna de vivir si tomamos un pequeño barco. Un barco que nos dirige a una ilusión cuaternaria, a un pasado muy lejano y ajeno. Los fiordos de Noruega son quimeras que brotan desde el núcleo de la Tierra y se plantan, como si nada, entre las aguas del mar. Se presentan como montañas rocosas, imponentes y silenciosas. Se presentan como una materia proveniente de los orígenes de la vida humana, como prueba de la fundación de nuestra existencia. Son los testigos del cambio, de las rotaciones, de las separaciones, de los glaciares fantasmas. Los fiordos son los sabios del Norte. Ellos lo saben todo. Su grandeza nos remonta a otras eras y también a otras historias. Nos conducen a cantos humanos, sí, pero esos que salen de dentro y son fecundados por el viento. Los fiordos nos cantan en joik: nos suspiran el sonido de la naturaleza, el sonido de la vida nórdica, el sonido de sus antepasados. Nos arropan en sus vientres húmedos y nos dicen: “bienvenidos”. Ellos hacen eso: recibirnos en un nuevo sentimiento, el de la vastedad.
Yo me hundí en los fiordos. No quise salir. Me contaron historias sin palabras que no recuerdo bien. Sólo sé que era sobre vidas otras, vidas navegantes, pastorales, labradoras, entendidas con la naturaleza, como juntas, en simbiosis. El sonido allí dentro era grave, casi gutural, profundo. Emitían murmullos esdrújulos y bemoles. A veces se volvían agudos, como si intentaran apuntarme algún drama. Aún tengo ecos de los fiordos en mí. Porque tuve que salir. Volví al barco y abrí los ojos lo más fuerte que pude para que no se me esfumara, como siempre, la visión en el parpadeo. Ahí estaba yo, desplazándome entre la majestuosidad de los litorales de Noruega. De alguna manera, todos los presentes y yo, nos volvimos también majestuosos. Éramos cómplices de su extensión. Los fiordos eran -son- una de esas ventanas a la inmensidad del mundo.
Estoy agradecida de haber estado allí (¿o debería decir de haber soñado ahí?) y de haber palpado con mis sentidos el paisaje de esas tierras lejanas. Es un paseo que recomendaría, sin dudarlo, a cualquier persona. En el país noruego, en general, uno respira naturaleza, montañidad. Uno entiende un poco de su mitología, de sus troles, de sus reinos antiguos. Presenciar Noruega como tal es conocer sus raíces aunque sea un poco, es observar que su gente la experimenta cotidianamente. Pareciera que los noruegos, en su idiosincrasia, llevaran algo de la sabiduría secreta de los fiordos. Tienen este contacto con la naturaleza que, rara vez, he visto en otros lugares. Es como si, innatamente, participaran del sentir vasto y mudo. Es como si, sin meditarlo demasiado, se sintieran parte de ella. Y eso es lo que sucede cuando nos adentramos en los fiordos: nos volvemos, también, parte. El Sognefjord es nuestro anfitrión a un nuevo sentir y, por tanto, a un nuevo mundo desplegado. Así lo experimenté yo. Y los invitaría a experimentarlo también.