La extraviada temporalidad de los aviones

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Estar en un avión no es nada más trasladarse a otra parte: es la posibilidad de experimentar la intemporalidad de un lugar sin lugar. Es sentir las horas que no pasan y el mundo que no pasa. Así lo he pensado cada vez que me toca ir a un lugar distinto. Así lo he sentido en el malestar raro de estar en las alturas. Mi estar-ahí es como si se vaciara de lo ajeno (y, quizás, debería también decir de lo propio) y me hiciera tomar una consciencia pura de mi ocupación en el espacio. No hay un exterior concreto, no hay un lugar o una frontera específica, salvo por los asientos que me separan de los otros sujetos que comparten conmigo ese momento de temporalidad extraviada, de una temporalidad que se fue al umbral entre lo real y lo no tan real. No hay una secuencia de sucesos fuera de esa pequeña esfera circunstancial que se forma entre viajeros y tripulantes que determine mis movimientos, mi parpadeo, mi respiración… El avión me hace sentir desde dentro un susurro que me exclama: estoy aquí. Lo raro, lo demasiado raro, es que me hace pertenecer al espacio, pero a un espacio que no tiene lugar. Al mismo tiempo, por lo tanto, me hace no-pertenecer o, dicho de otra forma, pertenecer a ninguna parte. El avión me permite atender, hermosamente, a mi ocupación concreta, factual e individual en esta existencia, en esta vida; pero también me conduce a un anhelo radical de llegar (o volver, si fuera el caso) al destino y concretar mi ocupación en un lugar que sea o se haga propio. Desde milenios atrás, los seres humanos hemos respondido a la necesidad de construir casas, lugares propios y privados, sobre la gran extensión terrestre. Como seres humanos, también hemos construido una relación subjetiva y co-dependiente con esos espacios que hacemos llamar nuestras casas o nuestros hogares. Y ahora me pregunto, ¿será por eso que sentimos alivio cuando el avión aterriza? ¿Será el alivio de tocar la tierra, de volver a la tierra?

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En inglés existe una palabra que, en mi opinión, describe muy bien esa sensación y, últimamente, se utiliza mucho en el campo del bienestar espiritual y el estilo de vida saludable: ‘grounded’. ‘Ground’ significa “superficie de la tierra” o, en una palabra, ‘tierra’. En este sentido, “to be grounded” vendría a ser algo así como “estar enterrado”, es decir, pertenecer en y a la tierra. Independientemente de su uso cotidiano, dicha palabra remite a esa sensación que, de alguna manera u otra, anhelamos en el avión; remite a esa sensación de estar y pertenecer a un espacio-tiempo determinado. Es eso. El avión me hace tomar consciencia de mi en-terramiento al desprenderme de él, al quitarme la comunicación con el día a día, al aislarme de los acontecimientos del mundo y de mi mundo, al llevarme a las nubes. Miro por la ventanilla y sólo veo tierras sin nombre o un mar indeterminado. Miro por la ventanilla y no sé qué hora es ni dónde estoy, pero lo único que sé es que estoy. Estoy y sólo eso. El avión me hace sentir el deseo de en-terrarme, el deseo de por fin llegar y vivir el presente. Aterrizar, entonces, representa mi pertenencia a un lugar y a un tiempo. Creo que por esta razón muchas personas aplauden cada vez que el avión aterriza: es la celebración de llegar a casa o a la posibilidad de casa. También aplauden al piloto, como diciéndole: “gracias por devolvernos al lugar donde pertenecemos: al suelo, a la tierra”.

Hoy en día, sin embargo, hay aviones que ofrecen un servicio pago de Wi-Fi e incluso hay algunos que lo tienen gratuito y pienso que, la verdad, esto le quita la magia al asunto. En vez de mantenernos “comunicados” con todo, todos y con las redes sociales, las horas (o no-horas) que se pasan en el avión pueden utilizarse para, precisamente, desconectarse del mundo que pasa, incesante. Nuestra estancia breve y ocasional en el avión podemos utilizarla para volver hacia lo más esencial, hacia lo que caracteriza nuestra existencia antropomórfica: la pertenencia a un lugar, a un topos. Quizás soñemos con volar en libertad como pájaros pero, al final de todo, somos seres de la tierra. ¿Será que Ícaro deseaba volar para, en realidad, anhelar su pertenencia a la tierra y, de esta manera, comprender su estar-aquí en el mundo?

Eugenia Arria