De por qué aprender un idioma es mucho más que comunicarse con los demás...

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Eugenia Arria

Humanista, investigadora en el área de Literatura y Filosofía

 

 

            Hace ya más de dos años, cuando me mudé a Noruega a hacer la maestría, recuerdo que fui a tomar un café con una de mis compañeras de clase. La intención era conocernos y, claro, conversar. Hablábamos en español: ella, a pesar de ser noruega, lo hablaba con excelente fluidez. La conversación, casi como una pendiente, nos llevó a lo que se convertiría en el tema principal: el aprendizaje de idiomas o, en específico, lo interesante que era aprender un idioma. Yo quería saber su inicial motivación para aprender el español: ¿por qué esta lengua y no otra?

 

            Mi pregunta podía tener decenas de razones, quizás por mero gusto, por interés lingüístico, por proyecciones académicas y/o profesionales, por querer entender sus canciones favoritas, por haberse enamorado de una persona que lo habla, por querer viajar y comunicarse mejor… En fin, son muchas las razones que pueden asaltar nuestro espíritu cuando decidimos aprender un nuevo idioma. Independientemente de las suyas, en esta conversación vimos, en un principio, lo más obvio: siempre se parte de un impulso inicial, sea cual sea. Ese impulso de aprender un nuevo idioma es importantísimo, es el que nos permite, en efecto, estudiarlo y practicarlo. Sin embargo, a medida que conocemos mejor la lengua y tenemos un mayor dominio de ella, nos damos cuenta de que ese impulso inicial era sólo eso: un empujón; pues, en realidad, la mayor satisfacción no está en suplir ese primer deseo, sino en el horizonte comprehensivo que se nos abre. Es decir, hablar una lengua es participar activamente dentro de la cultura en la que se incrusta; no es nada más una herramienta para comunicarse o entenderse con los otros, es más bien la llave que nos permite comprender la cultura en su totalidad (y, si se quiere, comunicarse con la cultura en su totalidad).

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            El idioma, pues, es intrínseco a la cultura. No podemos pensar en una nación o una población sin pensar en su lengua, en sus palabras particulares. Incluso, muchas veces, no podemos hacerlo sin pensar en la gestualidad que acompaña el uso de esa lengua. Hagamos retrospectiva, por ejemplo, y volvamos a esos momentos en que queremos decir que la comida está deliciosa y nos brota la italianidad: “Mamma mia!” y recogemos los dedos hacia arriba, poniendo las manos en forma de higo, agitándolas. No razonamos bien por qué nos “volvemos” italianos en los momentos de deleite gustativo, pero lo que sí divisamos es un amor y un placer distintivo e intenso en la cultura italiana. En este pequeño acto trivial y cotidiano, se vislumbra algo interesante, y es que las personas arrastran consigo una idiosincrasia compuesta por palabras y movimientos en su propio vivir, en su propio estar.

           

            En el siglo XIX, si recordamos, durante el resurgimiento de los nacionalismos (muy vinculado, entre otras cosas, con el movimiento romántico de la época) y la unificación nacional hubo un empeño persistente por instaurar y fomentar una lengua común en un mismo territorio. Así, los idiomas propios y oficiales serían cimientos de la cultura y la identidad nacional de los países. Este pequeño dato nos sirve para pensar precisamente en eso, en nuestra identidad nacional y/o cultural como tal: en cómo tenemos palabras en nuestro lenguaje diario, en nuestras conversaciones, que pertenecen específica y únicamente a la cultura de la que venimos. Como seres humanos, en general, nos hemos construido subjetivamente en nuestra(s) lengua(s) nativa(s), pensamos en ella. Al aprender otras, nuestra subjetividad cambia y hasta podemos llegar a pensar en múltiples lenguas. Y si no es así, al menos nos permite observar, sentir y percibir de una manera diferente.

 

            Dicho de otra manera, aprender otro idioma es una experiencia que nos lleva a un nivel de comprensión diferente. Te permite comprender y compenetrar con/en una cultura y su gente. La conclusión de nuestra conversación, la de mi amiga y yo, fue la siguiente: aprender un idioma es mucho más que entenderse con los demás en la mera conversación u obtención de información; aprender un idioma es entrar en una cultura, es (con)vivirla desde dentro. Nuestros paradigmas se abren. Nuestra visión de mundo se despliega. Hacemos contacto con la otredad sincrónicamente. Ya no sólo vemos cosas, las comprehendemos y somos parte de ellas. ¿Ya habías pensado en esto?

Joe ArriaComment