Vivir en el extranjero te regala una calidez humana múltiple de la que se pueden aprender, por lo menos, dos cosas

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Eugenia Arria

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                Creo que lo mejor de mi experiencia en el extranjero, como estudiante en diferentes ciudades, ha sido conocer personas de todas partes del mundo y haber cultivado amistades que me han permitido entrar en sus culturas, idiosincrasias e imaginarios a través del intercambio de palabras, de alimentos e incluso de silencios. Es y siempre será mi parte favorita de viajar y vivir en un lugar por un determinado período de tiempo: el encuentro con la calidez humana que traspasa fronteras y se funda en el mero contacto, en el mero compartir; el sentirme, precisamente, humana y conectada humanamente con otros habitantes de este planeta.  

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            En España hice amistades españolas en su mayoría, también australianas, chinas, brasileñas, colombianas, rusas, dominicanas, mexicanas, suecas, alemanas y pare de contar. En Noruega, además de los noruegos, hice memorias muy bonitas con personas que venían de Nepal, Finlandia, Chile, Francia, entre otros países. Ahora en Suecia, también conoceré personas que me marcarán y afectarán, en el buen sentido, mi sensibilidad. Cada una de estas personas entró en mí para enseñarme algo, desde un simple condimento o palabra en su idioma hasta las repercusiones sociopolíticas y culturales de un momento específico de su historia nacional. Las amistades extranjeras me muestran el mundo, me muestran las variadas interpretaciones del mundo, le dan valor al mundo. Me permiten comparar, analizar, comprender, para luego yo misma formarme mis perspectivas y opiniones. Me hacen ver más allá del titular de un periódico o de un estereotipo flotante en mi imaginario. Me alimentan mi curiosidad por entender el mundo antropológicamente. Me incentivan a contar historias y me dan hambre de escuchar otras.

 

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            No es lo mismo leer sobre un país o ver fotografías de viajeros a que te cuenten ese país desde la voz de un nativo. De eso se trata compartir nuestras historias, de transparentizar nuestros sentires y visiones de mundo; y observar que, en realidad, no somos tan diferentes, que no soñamos distinto entre tierras otras. Sí, me he dado cuenta de que mis amistades me han hecho, también, entrar en mí. Estar en contacto con ellas es reflejarme, en cierta parte. Esto es lo bello de tener amigos de todas partes del mundo, que no sólo te dejan conocerlos sino que, además, a través de ellos, en ese proceso de comprensión y compenetración, también nos conocemos a nosotros mismos. Yo supe más de mí y de mi cultura gracias al compartir humano. ¿Cómo contarles sobre mí país y sus costumbres de una manera que lo puedan apreciar o entender? Sí, es que contarse o contar lo propio requiere un esfuerzo, y es ese esfuerzo el que te hace ver con mejor claridad las cosas que dabas por sentadas por estar acostumbrado a ellas. En fin, esta fue una pequeña reflexión sobre cómo hablar o enseñar por medio de comida, música, danza o cualquier otra manifestación cultural de dónde venimos (y hacia dónde vamos) con personas de otros lugares (incluso tan sólo de otras ciudades) nos da una doble enseñanza: una que viene de afuera y otra que viene de adentro, pero que confluyen y se señalan como cauces de un mismo río.

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