Luxemburgo: cuarenta y ocho horas de tranquilidad visceral

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Eugenia Arria
Humanista e investigadora
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Era de noche. Habíamos llegado a la Ciudad de Luxemburgo en tren desde Bélgica. Era tarde. Nos montamos en un bus al único hotel (que resultó ser un hostal de estudiantes muy agradable) en el que habíamos conseguido cama. Era una hora en que todo estaba cerrado. Parecía que siempre subíamos y subíamos. Nos quedamos en una parada y estábamos debajo de un puente. Por la oscuridad, no podíamos apreciar bien nuestro alrededor, pero se veía que, tanto más arriba de esa colina como debajo de nosotros, había edificios y casitas que parecían candelabros en medio de la oscuridad. Lo primero que noté fue que estábamos bordeando una muralla, se veía rocosa y añeja, de color ocre. Ya debíamos ir al hotel, descubrir dónde estaba, se hacía tarde, empezaba a lloviznar y estábamos cargados de equipaje. Al parecer, según nos explicó el conductor del bus, se encontraba bajando esa colina en la que se posaban nuestros pies. No lográbamos ver bien el hostal, pues estaba acobijado por el espesor de los árboles. La única manera de agujerear -paulatinamente- ese espesor era acercarnos más y más.

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Llegamos. Nos recibieron como si nos hubieran estado esperando, como si nuestra
llegada hubiera sido la de una pluma, ligera, sutil, suspirante. Al día siguiente era domingo.
Significaba que era el día del descanso, sagrado e intocable. La ciudad estaba tranquila, no había casi nada abierto, excepto por los alrededores de la plaza principal, en donde había un pequeño concierto de música clásica y sillas para los oyentes (aunque preferiría decir, para los escuchadores, ya que implica un rol más activo). Hasta ahí llegamos, subiendo las calles curveadas de la muralla mientras apreciábamos la vista desde varias alturas. Me sentía en un cuento moderno con inspiración medieval. Podía ver los edificios y casas en un degradado perfecto de colores: jugando todos con los amarillos y los marrones. Los techos rompían la norma: eran todos grises y superpuestos, como si se tratase de las casitas con techo desprendible que venden para pequeñas mascotas. Todos en las orillas. En el medio se atravesaba un canal que dirigía hacia otros caminos mágicos por los interiores de la ciudad.

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La plaza era amplia pero acogedora, llena de gente pero sin sentirse abarrotada. La música del concierto que estaba sucediendo ahí parecía ir acorde con la tranquilidad del sitio. La música corría como un río, soplaba como una brisa primaveral. No había nada de ruido.Había silencio, pero con sonidos.  Sonidos que veneraban el silencio. Las personas eran sonrientes, amables y parecían reconocerte con la calidez de sus miradas (de milisegundos).
Los restaurantes y cafeterías trabajaban bien, había muchas personas -todas esas que no vimos en el resto de las calles-, pero sus tonos de voz se difuminaban como el éter. Cuando nos regresamos al hotel, ya la noche había marcado presencia. La vista desde los bordes de la muralla se había impregnado de un encanto que nunca vi. El paisaje acumulado de edificios, me incitaba a crear pequeñas historias con personajes particulares, también con tintes medievales. La cotidianidad que se podía vivir en ese entorno era oculto y fascinante. Estaba hechizada. Estábamos hechizados.

Lo que me llevé de Luxemburgo fue su silencio visceral: un silencio inmanente que brota desde las entrañas de la ciudad, quizás huésped del fondo de su canal o del núcleo de sus murallas; un silencio que se apropia de los sujetos y los hace partícipes de él. Respeto al silencio. Oda al silencio. Quisiera haberme quedado más tiempo, pero nuestro tren a Suiza nos estaba esperando.

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